lunes, 12 de diciembre de 2011

“Hola oscuridad, mi vieja amiga..."



The Graduate (El Graduado)
Director: Mike Nichols
Guión: Calder Willingham y Buck Henry
Actores: Anne Bancroft (Mrs. Robinson), Dustin Hoffman (Ben Braddock), Katharine Ross (Elaine Robinson), William Daniels (Mr. Braddock), Murray Hamilton (Mr. Robinson), Elizabeth Wilson (Mrs. Bradock)
Música: Simon and Garfunkel
País: EEUU
Año: 1967
Duración: 105 minutos

Mike Nichols (Berlín, 1931) evidencia una parte de la realidad norteamericana a través de las dudas de un joven en El graduado, basada en la novela de Charles Webb.
Ben Braddock (Dustin Hoffman) es un muchacho que acaba sus estudios universitarios y después de ello no sabe qué hacer, qué camino seguir en su vida. En una especie de vacaciones se encuentra con dos tipos de relaciones: una superficial con una mujer que le dobla la edad, perteneciente al matrimonio amigo de sus padres: la señora Robinson (Anne Bancroft). Y la otra con la hija de esta: Elaine (Katharine Ross), más inocente, más afín a sus intereses, de quien se termina “enamorando”. Sin embargo, la relación empieza con la madre y termina con la hija. Cuando esto se descubre la situación no se le hace muy sencilla a Ben que tiene que emprender una persecución por Elaine.
Para mostrar el mundo de El Graduado, Nichols se vale de la luz en clave alta, lo muestra todo. Se vale de la profundidad de campo, se observa por ejemplo en la relación con la señora Robinson su superioridad mostrándola a esta en proporciones que duplican a Ben. También utiliza técnicas expresionistas tapándole la cara con el reflejo del sol, generando la complicidad con el espectador acerca de la relación oculta.
Los actores son creíbles: un Hoffman indeciso y a la vez frenético por un supuesto amor, una Anne Bancroft segura pero sensible, con sentimientos y recuerdos, para contrastar la delicadeza de Ross. Las actuaciones y los perfiles de los personajes, combinados con el humor, logran formar un encuentro de sensaciones en el espectador quien difícilmente puede encasillar a los protagonistas de “buenos” o “malos”. Quizá la postura más probable que toma es la identificación.
En El Graduado hay una utilización del zoom que van desde primeros planos a planos abiertos o a la inversa. Zooms que se advierten fácilmente por el espectador y que mueven a la película como si fuera un videoclip. Zooms paralelos a los vaivenes internos de los personajes. A este fenómeno se le suman los juegos de cámara de fondo negro que sirven como transiciones de una escena a la otra. Se ve, entonces, como Benjamin en un momento apoya la cabeza en la almohada de un hotel y cuando el zoom se abre está en su casa con gesto pensativo. Es un juego muy rápido que va llevando a la película.
La banda sonora a cargo de Simon and Garfunkel trabaja como una poética voz en off que cuenta el tema de El Graduado. Canciones como Mr. Robinson (escrita por Paul Simnons especialmente para la película) o The sound of silence sirven para mostrarnos el vacío y la incertidumbre de un hombre occidental que quiere ir a un lugar, que debe ir a un lugar pero no sabe a dónde. Reflejo de una transición de épocas. El individuo posmoderno ya no le encuentra sentido a la idea de modernidad, de progreso. Pero la sociedad lo hace avanzar sin explicación lógica y, en este caso, lo más cercano que encuentra como brújula el protagonista son los sentimientos encontrados por una chica que solo ha visto dos veces.
A pesar de que esté todo iluminado, la oscuridad de la canción de Simmons deja claro de qué va esta película en la que todo conspira para transmitir la perturbación de un ser perdido. Y lo logra.

Siempre hay un escape

One Flew Over the Cuckoo's Nest (Arapado sin salida).
Dirección: Miloš Forman.
Guión: Bo Goldman, Lawrence Hauben.
Reparto: Jack Nicholson (Randle Patrick McMurphy), Louise Fletcher (Enfermera Mildred Ratched), Danny DeVito (Martini), Christopher Lloyd (Taber), Brad Dourif (Billy Bibbit), Will Sampson (Jefe Bromden), Vincent Schiavelli (Frederickson).
Año: 1975.
Duración: 133 minutos.
País: Estados Unidos.

Atrapado sin salida, dirigida por Miloš Forman (1932), cuenta la historia de un hombre -Randle McMurphy (Jack Nicholson)- que tras una condena por violación, finge la locura para evadir la cárcel. La alternativa es un sanatorio psiquiátrico en donde la dura autoridad se encarna a través de la enfermer Mildred Ratched (Louise Fletcher). Sin embargo, la insistencia y personalidad de McMurphy se empeñarán en cambiar algunas reglas del sistema.


Dos personajes opuestos narran la historia. Con el rostro pétreo de Louise Fletcher, el espectador puede enterarse de qué vale la película. Una alusión al sistema totalitario. Sus gestos, su vestimenta -cuando no de uniforme, de negro- cuentan que la conducta extravagante no es la opción preferida de esta enfermera. No obstante, la ira que la actriz logra reprimir en su mirada evidencia que este rígido sistema de reglas no es el más adecuado, o el que Atrapado sin salida defiende. Jack Nicholson será el que desarrolle el papel de héroe desempeñando la actitud de un payaso libre, vago, sin miedo a la represión, desinteresado por los demás en un primer momento, para luego se irse adaptando al hospital y adquiriendo cariño por sus compañeros.

Atrapado sin salida relata a través de símbolos. Por un lado, en la escenografía donde un color blanco intenso con mezcla de amarillo, iluminado en clave alta, muestra la uniformidad de las personas que allí se encuentran y el frío, junto con la apatía,  que tal lugar supone. Una pileta de mármol inamovible sirve como ícono de la estructuración y peso que en el hospital significa mover la normas. El simbolismo se repite en la música, donde el tema con el que se inicia y finaliza la película (ambos momentos rodados en espacio exterior) es una mezcla de danza india que da alusión a la libertad. Cuando los personajes son obligados a tomar su medicamento se escucha una melodía clásica, monótona.

Con escenas donde un partido de baseball puede ser visto sin prender la tele, la libertad se trata como la condición inherente al ser humano. Así como el sistema represor se tira abajo, por medio de un suicidio de huida. Miloš Forman logra un buen guion en estos momentos. No siempre le otorga la razón a McMurphy (critica su individualidad), defiende la ideología liberal, por medio de la contradicción entre enfermera y pacientes, en sus principios más esenciales.

Bianca Soler

miércoles, 17 de agosto de 2011

Quejarse

Tengo la manía de quejarme por todo. Manía que parece ser característica de los ciudadanos uruguayos. De todas formas, no quiero generalizar.

Me quejo porque no tengo auto, porque vivo a una hora y media de Montevideo, porque en mi casa siempre hay alguien que hace ruido, porque el celular me parece el peor invento del mundo y, aparentemente, lo tengo que usar debido a que quiero ser comunicadora. Me quejo porque tengo frío, porque tengo que lavar los platos, porque, porque, porque… A veces hasta tengo que descansar un rato para aliviar el dolor de garganta de tanto quejarme. Lo cierto es que justifico mi mediocridad por lo que no tengo. Y eso es pésimo.

Aunque la teoría marxista se ajuste demasiado a mis exigencias, hay algo que me dice que, en mi caso, no se aplica. Porque lo que yo quiero son lujos y “Freno dorado no mejora caballo”. Por más que consiga lo que no tengo, no voy a cambiar a menos que así lo desee. Mi desempeño no va mejorar con mejores recursos.

Me molesta la condena que expone Sartre. Pero algo de razón debe de tener. Posea lo que posea estoy obligada a ser libre, aunque las opciones sean la vida o la muerte. Que no es mi caso.

Y si el que se queja como yo, espera recibir un gran regalo que le va a solucionar la vida, le cuento que desde mi experiencia, hace años que estoy esperando y no ha llegado nada. Cuanto más duermo, más cansada estoy. Si tengo más tiempo, menos hago. Si tengo más plata, más plata gasto.

Sigo siendo la misma. Hay pocos momentos en los que no me quejo. Cuando no lo hago se debe, únicamente, a una imagen que me hace un nudo en la garganta. Todas las mañanas veo, camino a la universidad, a un señor que duerme en la vereda.

Él sí tendría que quejarse con alguien.

miércoles, 1 de junio de 2011

Hay maneras de vender


Dos modelos de negocios que han crecido en Uruguay desde el inicio de milenio son: la venta de productos y servicios online, y la venta ambulante. Lo que me parece extraño, porque son modos de ganar dinero que se rigen por reglas diferentes.
El éxito de Woow y Mercado Libre es bastante conocido. Ahora, la permanencia de estos mercaderes y bufones de la corte (lo digo en el sentido más digno de la expresión) es algo que me intriga. Y a veces, me hace pensar que estos hábiles negociantes han tomado un curso de publicidad o han planteado bien las bases de su negocio.

Antes de la fecha crítica (año 2002), ver a un vendedor de esta gama, era algo particular, anormal. Uno se los podía encontrar de vez en cuando en el ómnibus y rogarle a su madre por una bolsita de caramelos Zabala. Sin embargo, el viaje desde el Pinar a Montevideo o, peor, desde Montevideo a El Pinar de los primeros meses de 2011 parece una feria ambulante. Es que sí. Están en su auge. De lo que quieras: medias, caramelos, alfajores, chocolates (Nikolo), inciensos, espectáculos musicales donde la melodía te llega al alma (o te la rompe), pequeñas representaciones teatrales y hasta pomadas para destaparte la nariz.

Su metodología de venta es bastante diferente a la que se da en internet. Si en Mercado Libre se encargan de ofrecer la mayor variedad de productos para dar más opciones, en el ómnibus te tiran el chocolate por la cabeza. “Es lo que hay, valor”.

En Mercado Libre buscan abarcar la mayoría de clientes, los vendedores en los autobuses hacen su propia segmentación del público:
- Bueno me voy en este.
- ¿En ese?
- Sí.
- No te lo recomiendo, todos viejos. Mirá las caras. 

Y mientras que Internet te permite endeudarte con la tarjeta, los vendedores ambulantes te piden que traigas la billetera llena de monedas.

Pero hay también similitudes

Internet no tiene rostro, ni tampoco tiene que aguantarse la cara de la gente del ómnibus, así que no dice nada si no le comprás. O siempre dice gracias. Los negociantes andantes también hacen lo mismo. La mayoría. Algunos se enojan cuando no ganan nada. Y antes de bajarse se dan la vuelta hacia el público, súbitamente, y menean la cabeza indignados mientras anuncian: “se nota que va para El Pinar”.

Las estrategias publicitarias son grandiosas: los negocios en línea utilizan las redes sociales. Los de la calle se basan de la verdad: “bueno estas lapiceras son de contrabando, la celeste generalmente no funciona” y, ante tanta sinceridad, convence a cualquiera. Otros utilizan el engaño como el señor que solía venir con la camisa. Se la rayaba con lapicera, la engrasaba, le tiraba yodofón y después con un cepillito limpiaba todo. Y así unos cuantos compramos el tarro de “aloe” a tan solo $15, que pronto nos dimos cuenta de que solo sacaba manchas superficiales, pequeñas y al segundo de que se hubieran hecho.

En fin, yo compro en los dos lados. Me gustan los maníes (aunque nunca son dos veces más baratos de lo que venden en los quioscos, como dicen) y a veces me da pereza tomar un autobús para ir a comprar, así que consumo online.


Sin patente

Los uruguayos son charlatanes. Y esta habilidad es indirectamente proporcional a nuestra capacidad de hacer cosas. Cuanto más hacemos menos hablamos y a la inversa.

Me pregunto por qué. Y mis pensamientos se remontan a los inicios de nuestra historia. Me imagino a unos charrúas de patas para arriba, acostados sobre las verdes praderas, ¿para qué sudar laburando si los peces estaban al alcance de una lanza y la carne a la puntería de unas boleadoras? Ser sedentarios no se nos hubiera ocurrido nunca si los españoles no hubieran llegado.

Pero llegaron. Casi nos dejan porque no había oro. Por suerte, Hernandarias, había tirado algunas vacas que, gracias al cielo (me refiero a nuestro clima), se multiplicaron. Y de eso nos alimentamos durante un siglo.

Allá por el 1870, festejamos el alambramiento de los campos. 100 años antes, Inglaterra ya contaba con una máquina capaz de manufacturar. Comprábamos un discman cuando ya estaba saliendo el mp3.

Y llegó José Batlle y Ordóñez, tuvimos suerte, porque el mundo estaba en guerra. Esta mente pudo plantear algunas ideas y cambiar un par de cosas. Pero el emprendedor no se quedó toda la vida y volvimos a la situación de antes. Ahí nos estancamos.

Ahora en la Universidad nace el tema de las patentes. Y descubrimos que en nuestro país hubo años que en esta década no se registró ninguna.

No hay consciencia. Para los uruguayos, esto no es un problema. Sí nos preocupa que no haya una buena situación económica, la infraestructura de los entornos educativos, o la burocracia en el sistema público. Sabemos estudiar, repetir y quejarnos, pero no creamos cosas nuevas.

Y cuando vemos en esto un problema, no consideramos que sea crónico. Sino que, como si nos hubiésemos excedido de peso, hacemos una dieta rápida, superamos la crisis y volvemos a lo mismo.

Nos gusta recordar, decir que hay tiempos mejores, ver cómo suceden las cosa buenas y malas. Nos quejamos. Pero no hacemos nada al respecto. Parece que las vacas y algunos turistas cada tanto son suficientes para que nos quedemos de brazos cruzados.

miércoles, 25 de mayo de 2011

La oscuridad de la tierna ficción

Los padres tendrían que prestar atención a lo que se ofrece a sus hijos. Detrás de todo eso que parece inofensivo, a veces, hay un mensaje subliminal. Hasta las caricaturas que simulan ser las más tiernas, hasta el indefenso viejito de traje rojo, pueden dañar seriamente a un niño.

El primer paso de un niño en el camino de la ficción son los cuentos de hadas, Blanca Nieves, Cenicienta, Aladdín. Me pregunto quién pudo inventar algo tan absurdo como el amor en el primer beso. ¿Quién dijo que la experiencia del primer beso es genial? Él que se atrevió a cometer tal horror, es el responsable del desaliento y desilusión de unos cuantos adolescentes. Dejemos de idealizarlo, solo se trata de una humedad. Y pobre si le toca alguien con mal aliento.

Luego, las películas animadas. Mucho más impactantes. Allí la princesa no solo es bella, como ya me la pintaban en los cuentos, sino que tiene un canon que no es el de la imaginación. Una forma de ser. Igual el príncipe. Ignatius, el personaje de La conjura de los necios es bastante duro al respecto: desea que la película tenga un giro que haga que los “buenos” caigan en ridículo.

Ni hablar de si tienes envidia. El envidioso y el celoso siempre quieren envenenar o arruinar el vestido de alguien. A ninguna madrastra le recomiendo tener uno de estos videos en su casa.

Algunos niños sufren la horrible sensación de que al no ser buenos, bellos y agraciados, empiezan a pensar que son los malos de la película. A mí me sucedió. No sólo me frustraba la idea de no conseguir lo que aquellos personajes tenían, sino que cuando quería arrebatarle despiadadamente a mi hermana su nuevo juguete pensaba que me parecía a una de las hermanastras de Cenicienta.

En Alta Fidelidad, Nick Hornby, a través del personaje de Rob Fleming cuenta la historia de un tipo que ama la música pop, pero tiene dudas de si lo hace feliz. Hasta llega a conjeturar que esa clase de música puede ser causa de su depresión y rupturas amorosas. Y este el tercer paso del niño que llega a la adolescencia: la música.

Los mensajes de la música me los tomaba muy a pecho. Recuerdo un momento en que se transmitía el concepto “vive el día”. “¿Y si mamá nos rezonga?, preguntaba, “más de eso no va a hacer”, decía mi hermana, cuando íbamos a la playa sin permiso. Y yo, sin embargo, no podía soportar desobedecer a mi madre. Entonces otra vez pasaba a ser la mala.

Cuando Coelho me decía que el universo iba a conspirar con mis sueños, realmente me lo creí. Y aquí estoy escribiendo. Pueden sacar sus propias conclusiones.

miércoles, 18 de mayo de 2011

Advertencia

Cuando alguien decide ordenar su cuarto para vivir, suele ser muy ingenuo. Lo primero que debería pensar es que va a tener que conseguir a alguien que le pague, que no sea su pobre madre. Y eso, a menudo, no es tenido en cuenta.

En general, el que elige cursar la carrera piensa en términos de facilidad. No va a tener un jefe y va poder realizar lo que se le ocurra.

El nacimiento de la idea surge en la adolescencia cuando se empiezan a ver habitaciones de famosos. Obras perfectamente arregladas, donde cada elemento tiene un porqué dentro del contexto y un sentido único. A su vez, los seres que se inclinan por este arte ya han arreglado más de 100 veces su armario, sin darse cuenta de que lo han ordenado por obligación y que esa forma de arreglarlo es un plagio de los demás roperos que hay en el mundo. Nada nuevo, solo pequeños adornos impuestos por su madre, y algunas gotas de originalidad. No, no lo saben. A estos pobres inocentes, nadie les avisa. Nadie les advierte sobre los límites que van ver en su futuro. Quizá porque los que no trabajan de ordenar el cuarto no tienen mucha idea, igualmente que el que habla de contaduría sin ser contador.

También, porque los ordenadores de cuarto profesionales, cuando dan sus conferencias, resaltan lo bueno. Lo malo lo adornan para que parezca lindo. Cuando dicen: “Tardé un año para ordenar mi primer cuarto”, los estudiantes no se afligen. Son inconscientes de lo que cuesta no tener ideas durante un año, pensando en que ese período se necesita para llegar al éxito.

Cuando empiezan a estudiar se dan cuenta de que ordenar el cuarto apesta. Se realiza una explosión en el cerebro. Este órgano poco a poco se va secando, a medida que uno va gastando sus ideas. Ya no se les ocurre de qué color pintar la mesa de luz para hacerla única.

Si el trabajo no adquiere la costumbre del día a día, el cuarto termina siendo un caos. Una montaña de ropa intenta salir por la puerta de entrada. La primera reacción es evasión. No quieren ver y se enojan cuando ese pantalón de hace un mes aún sigue sucio. Tortura.

Cuando el ordenador, por primera vez, luego de seis meses, decide acomodar las cosas (debido a que ya no aguanta más), y exclama: “Hoy va a ser el gran día”, entra el cuarto y una sensación de pereza le invade. Empieza a creer en lo conveniente que sería un cafecito, que luego se transforma en un almuerzo. Que uno o dos puchos, tal vez, alentarían su creatividad. ¿Y si charla con fulano? Capaz que le da algunas ideas de cómo puede mover la cama.

Llega la noche. Frustrado, decide que su cuarto no es, siquiera, habitable. Duerme en el sillón de su living, o en la habitación de otro. Se alegra de lo lindo que le ha quedado a su amigo, o peor, le envidia y cree que esto de ordenar el cuarto fue una mala decisión.

Pero, sin embargo, a unos seres le llega el momento. Un día, al estudiante, se le mete la idea de que no estaría mal ubicar la ropa de verano y la de invierno en sus casilleros correspondientes. Se agota, pero solo se permite un café y únicamente un cigarro. Al otro día, se propone tirar lo que no le sirve. Llora. Sin embargo, se da cuenta de que la función de estos objetos era estorbar. Trae cosas nuevas, que hace tiempo estaba necesitando. Cae en la conclusión de que ya su madre no puede hacerse cargo de lo que él tiene que hacer. Porque ahí, en ese lugar, es dónde duerme, ahí es donde deposita sus sueños. Ahí es donde guarda elementos que pertenecen a lo más hondo de su intimidad.

A algunos no les llega este día. Otros siguen ordenando su cuarto como cuando tenían 15 años. En fin, la carrera es muy difícil. Por eso, a los deseosos de seguirla, yo les propongo, a menudo, que se dediquen a algo más sencillo y les presento el panorama. El que no me hace caso o es un soberbio o merece la carrera.